De la contemplación de sus manos, que temblaban levemente, le surgió una certeza absoluta. Estaba enferma. No en un sentido físico, aunque sentía el estómago lleno de líquido ambarino y quemante, y los bronquios tapizados con una costra aceitosa. Estaba enferma de miedo, de miedo lánguido, brumoso y omnipresente. Y se sentía súbitamente estúpida por no haberse dado cuenta antes, y también por el hecho de que la iluminación le hubiera llegado de un acto tan fútil como el de mirarse las manos y tratar de discernir la causa de ese temblor crónico, y también por…y…y…suele pasar. Nada que hacer.
Ahora entendía su melancolía espontánea, su consuetudinaria tendencia al orden, el febril apego a las cosas y a las personas que la rodeaban. ¿Cómo no tratar de aferrarse a lo que estuviera más a mano cuando el mismo suelo se sentía como una delgada capa de hielo sobre un lago frígido debajo de sus pies? ¿Cómo no buscar refugios estables y con raíces firmes cuando el techo se combaba peligrosamente sobre su cabeza, cuando pequeñas partículas de yeso se posaban níveamente sobre su cabello? Ciega, tonta, ciega, idiota, ciega, estúpida. Verdaderamente ciega. O quizás, solo estaba buscando excusas, no sería la primera vez que su fino y largo dedo índice apuntara hacia el espacio vacío-lleno en vez de volverse hacia el otro espacio vacío-lleno (el que estaba precisamente en la dirección opuesta).
Vacío-lleno. Vacío-lleno. Se preguntó si las cosas vacías estarían llenas de nada y eso la empujó a recordar la letra de una canción que detestaba, lo cual le arrancó una carcajada feroz y convulsa. Había que ser hijo de puta para escribir semejantes barbaridades che carajo que mal que está el mundo y esta música de mierda que no ayuda pendejos del orto que no tienen oído habría que matarlos a todos son una auténtica plaga (mientras la atravesaba ese brusco stream of conciousness, gesticulaba ampulosamente y movía las manos con violencia, como enfrascada en una apasionada discusión con un auditorio de inexistentes interlocutores).
Los gestos se frenaron en seco cuando la sobresaltó un ruido sordo, metálico y desordenado, proveniente del otro extremo de la casa. En un reflejo animal, tomó el primer objeto contundente que encontró cerca (una lámpara de pie alta y delgada, forjada en hierro oscuro) al grito desesperado de “¡no me toquen, la puta madre que los parió!”. Sus talones repicaron sordamente sobre el piso de madera al son de su enloquecida carrera hacia la puerta trasera, que se abrió vencida por la embestida. El aire invernal le rasgó los pulmones, le hizo toser, trastabillar y encontrarse, de repente, con la nariz pegada al pasto, que la escarcha de la noche anterior había tornado a un desagradable color amarillento. Se llevó los dedos a los labios y sintió el cálido beso de la sangre. Quedó tan absorta en la contemplación de sus yemas perladas de carmesí que no sintió la mano que se posó en su hombro. Recién volteó la cabeza al escuchar aquella voz familiar que le decía, muy cerca del oído, unas palabras que no creyó, pero que la exorcizaron al instante.
“Nada de esto es tu culpa”
Como privada de voluntad, se dejó atraer por aquellos brazos que la izaban del suelo y la estrechaban. Acomodó su cabeza en el hombro providencial y lloró casi para sí misma, mientras se dejaba guiar mansamente de regreso a su habitación.
26 de agosto de 2007
The frayed ends of sanity
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2 comentarios:
Me encantó. Estoy feliz. Gracias.
De nada, señor. Y gracias a usted también.
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