17 de abril de 2009

Inseguridades

Una batalla entre el bien y el mal se libra en el territorio de la taza de té, mientras la llama de butano del encendedor se multiplica en miles de lenguas anaranjadas a través de las ventanas redondas, que vistas desde afuera le dan a mi casa una apariencia de edificio con anteojos. El mío es un hogar miope.
“Me dijo que todo el tiempo se estaba comparando con otras minas. Y que se sentía en desventaja el 70 por ciento de las veces. Era una compulsión que le barnizaba los ojos. ¿Qué podía hacer yo para cambiar eso?”.
Las llamitas se apagan, besando a sus correspondientes cigarrillos. Mi casa sigue siendo miope, pero esta vez las ventanas-ojos de buey se lanzan encima de mí, abonando una nauseosa claustrofobia. Me levanto y la silla hace mucho ruido. Hago girar el picaporte y estoy afuera tan rápido que casi no me doy cuenta. Hasta que ensayo una media vuelta y miro hacia los anteojos ambarinos, que ahora parecen la mirada de un perro manso. Comienza el fin del agobio.
“Soy la mujer cucaracha, me decía. Se reía. Y a mí me daban unas terribles ganas de putearla…”
Paso al lado de Suárez y lo saludo sin mirarlo. La brasa roja (que ahora es sólo una y le corona los labios) se mueve en respuesta, al compás del gruñido mascullado que me lanza. Sigo caminando sin mirar atrás, preguntándome si él sabrá que aquella vez lo vi tanteando el terreno blando bajo la pollerita verde de su hija. No me asquearon los aromas incestuosos, simplemente me pareció horrible el contraste entre la piel marrón y lustrada de esa mano y el algodón moteado de venas de aquellas piernitas blancas. ¿El abuso de menores será repugnante por su naturaleza moral o por su irreparable atentado a la estética? Vaya uno a saber.
“Ella pensaba que lo que decía me parecía simpático. O quizás pretendía darme pena, que se yo. Pero mis sonrisas de fachada boba sólo servían para ocultar dientes apretados”.
-No debería salir a esta hora- le dice Suárez a mi espalda.
Me detengo
-¿Qué?
-Que no debería estar afuera tan tarde. ¿No se enteró de lo que le pasó a esa chica anoche?
-Ah… ¿la estrangulada?
- Sí, esa misma
- Eso no fue un robo. La pelotuda seguramente hizo enojar a algún macho.
Antes de darme vuelta y seguir, alcanzo a captar un ángulo del desprecio relampagueante que cruza la cara de Suárez. Hay tantas cosas que no sabe, el muy hijo de puta.
“Hasta que un día no pude más. Estábamos cenando en una especie de bodegón, de esos que sirven platos riquísimos desafortunadamente condimentados con un público de comensales que exhalan esa ofensiva vibración de bohemia elegante. Ella se levantó al baño y, cuando volvió, tropezó con uno de los mozos. E, inmediatamente después, le dedicó un gesto coqueto tan evidente que me pareció obsceno. No sé por qué, bajé la mirada inmediatamente y me vi las manos. Inmediatamente, supe qué era lo que tenía que hacer”.
Amanece mientras doy vuelta la esquina. Casi puedo imaginarme los ojos rodeados de bolsas hinchadas y amoratadas que me van a mirar con burocrático tedio cuando llegue a destino. La siempre presente relatividad de lo extraordinario. Para ellos, lo que está a punto de pasar es lo más común del mundo. Aunque al menos me permito el lujo de rasgar un poco el velo de la rutina cuando lanzo una carcajadita espasmódica al darme cuenta de que, efectivamente, dos ojos hundidos en sendos montículos de piel violácea se están elevando hacia mí.
-Buenas noches… o más bien buenos días- digo -Soy el que mató a Lucía Carrasco.

6 de abril de 2009

Morning sickness

Cielo blanco, cielo escrito
las nubes aún ignoran
los cables negros que corren entre ellas

Día recién nacido, día de los muertos
sobre la ciudad de los hombres quietos
la única belleza que existe
es la del barro amando las suelas de sus botas

Y la de las drogas opacas y los huesos líquidos
tejiendo capullos alrededor de las espaldas
y corazas inmunes a las brasas de mi cigarrillo

(¿Qué pasaría si le vendiera mi cuerpo
a la bruma gris de los confines de este mundo?)