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23 de enero de 2012

Zombieland

Latidos en la espalda.
La milésima parte de una gota que descansa
entre los dientes de alguien que no conozco

En ese lugar (sé muy bien dónde)
germina un nido, siento su humedad
ondeando entre las luces celestiales

Mientras, vigilo las escalinatas del museo,
y llueven
cataratas liliputienses
que duermen su brillo opaco
sobre el metal del fusil.

7 de mayo de 2011

Cinema paradiso

Detesto cuando el encendedor se encapricha y no quiere convertir la chispa en llama. Nunca supe qué carajo es lo que falla en esos momentos, si la piedra pierde aspereza y debilita ese fueguito inicial o si el gas no sale como debería. Lo cierto es que me da por las pelotas que pase eso. Y más cuando voy caminando en la calle y quedo como un boludo dándole vueltas a la ruedita con el dedo una y otra vez mientras camino torciendo el cuello hacia abajo como una paloma con retraso mental.
Y no es que esa vez haya odiado menos la terquedad de mi encendedor, pero si no hubiera pasado, no habría visto esos zapatos. Y tampoco a ella, obviamente. Eran zapatos de vieja, pero no eran viejos. De hecho, brillaban como recién comprados y parecían de cuero caro. Y a pesar de que se veían como los que mi abuela usaba cuando era joven, los pies que cubrían eran lisos y tersos. Ese contraste me provocó una frenada instintiva, justo en medio de una nueva chispa abortada.
Ella pasaba a mi lado caminando rápido, y cuando recién logré levantar la cabeza, no pude alcanzar a ver ni un solo centímetro de su cara. Sólo su pelo, una melena rubia casi blanca, y un tapado hecho con alguna clase de animal marrón, peludo y brillante.
Me quedé parado un buen rato, mirando por sobre mi hombro. Si eso de andar fallando sucesivamente en prender mi cigarrillo me había hecho ver como un idiota, ahora esa apariencia se cuadruplicó. Más aún cuando un viejo que caminaba muy rápido me llevó puesto y me dedicó una mirada de puro odio.

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La primera vez que escuché hablar de ella fue por boca de una amiga de mi abuela. En la noche en que nació mi hermano, a mi vieja le agarró una especie de psicosis momentánea y, en vez de requerir la presencia de mi viejo, pidió a gritos por su mamá. Así que mi abuela tuvo que subir a un taxi y partir hacia la clínica, dejándome al cuidado de Marta y abandonando a la mitad un partido de truco.
No sé si habrá sido por nervios, para llenar el silencio o porque ya de chiquito me vio cara de pajero, pero Marta comenzó a hablarme de ella. De la diosa rubia que era venerada en altares de butacas mullidas, entre crujidos de pochoclo y caramelos. De esas curvas que izaban pijas por doquier. De esos labios que cantaban mal y transmitían emociones peor, pero que inspiraban vuelos salvajes de la imaginación. Como el que yo emprendí en ese mismo momento, montado en las palabras de Marta. Pero, al igual que cuando se corta la luz en lo mejor de una película, aquella nube húmeda y caliente en la que estaba flotando se disolvió pronto, cuando mi viejo entró explosivamente a casa anunciando que la familia ya tenía un miembro más.

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Me costó apenas un par de segundos reponerme de la mezcla de vergüenza y bronca que me dio el estampido del cuerpo del viejo contra el mío. Y en ese ratito, logré decidirme: la iba a seguir. No me hizo falta apurar demasiado el paso para ponerme a unos tres metros detrás de ella, caminaba lento y tuve que frenar para no acercarme demasiado. Sus zapatos hacían un ruidito hueco, y yo seguía el ritmo de esos golpecitos, para acoplarme a su paso y no alcanzarla. Estaba tan concentrado en poner un pie sobre el otro de manera regular que casi no vi el letrero del lugar donde entró. Y cuando lo leí, fue como si me hubieran puesto una valla invisible a la altura del pecho que me aplastó y me paró en seco al mismo tiempo. “Cinema paradiso”, decía.
Empecé a mirar para todos lados como un pelotudo. No quería que nadie me viera entrando ahí y me pegó una paranoia tan repentina como desesperante. Ya había empezado a sudar cuando, luego de una última mirada a las veredas que me rodeaban, entré.
A pesar de que afuera la tarde rozaba las 4, el lugar estaba casi completamente a oscuras, excepto por tres o cuatro veladores con tulipas de vidrio, que pretendían ser retro pero sólo lograban ser deprimentes. Más deprimentes aún eran las “niñas” que animaban el lugar: en una sorprendente estrategia de marketing, el dueño había buscado que todas se parecieran a alguna belleza de la era dorada del cine.
En un sillón de terciopelo verde que parecía el lomo de un perro con sarna, una Rita Hayworth hinchada, con el pelo anaranjado zanahoria, trataba de disimular su cara de empastillada. Más cerca mío, una mina que ya había pasado los 40 hacía al menos 10 años trataba de imitar el look de vampiresa elegante de Marlene Dietrich. El terror que precede al asco comenzó a inundarme la cabeza, hasta que la vi, en la punta más apartada de una precaria barra de madera. Me le acerqué y, al fin, me miró. Casi vomito. La puta madre.
-Son 500
-Vamos
La seguí, sin dejar de mirarle los zapatos, por un corredor angosto hasta la primera de una serie de seis puertas. Entramos. Las cortinas estaban corridas, pero entraba algo de luz de la siesta. De espaldas a mi, comenzó a sacarse el vestido negro. Su silueta, aun carnosa, aun capaz de despertar el niño en un hombre y el hombre en un niño, temblaba delante del sol. En el momento en que su vestido cayó al piso, se dio vuelta y, rodeado por un halo morado, vi el torso. La cicatriz, gruesa como una oruga, le bordeaba las tetas y caía en pico hacia el ombligo. Mi cara de imbécil debió haber sido monumental, porque ella al fin volvió a hablar, como obligada.
-Sí, fue una sobredosis. Nada raro, al final - dijo antes de bajar la persiana y encender la lámpara.

17 de julio de 2010

Ratas

Todo empezó con una noticia policial. Una mujer de sesenta y pico con el cuerpo helado para siempre por la estricnina. Las primeras preguntas de la policía habían volado directamente hacia su marido, que al parecer quería sacarla del medio para vivir en paz su relación con su nueva amante. Pero la cosa se estancó porque nunca pudieron encontrar pruebas en contra del viudo. Ni siquiera había estricnina dentro de la casa, lo cual quizás explicaba lo vivas que estaban las cinco ratas que los policías encontraron en el garaje mientras buscaban algo que los guiara en la pesquisa.
Aunque algo raro hubo. Fabricio, el hijo de la muerta, solo definitivamente en la casa, decidió hacer unas reformas, quizás para borrar la nostalgia con cemento fresco y pintura nueva. Cuando derrumbó una pared del living, encontró una antigua cueva de rata repleta de estricnina. Un pequeño y mortal depósito. Inmediatamente, se acordó de Angelita, la hermana de su mamá, que decía que, así como la sal no sala como antes, a las ratas el veneno ya no les hacía nada. Angelita solía agregar que una vez había leído por ahí que, luego de que la humanidad desapareciera, sólo iban a sobrevivir las ratas. Fabricio le decía que estaba equivocada, que las cucarachas eran las que resistían todo, no las ratas. Y Angelita empezaba a hacerse la sorda por conveniencia.
Una semana después de la muerte de su mamá, a Fabricio le llamó la atención el titular que anunciaba, en una página web de noticias, el envenenamiento de varios pupilos de una escuela primaria inglesa, muertos menos de una hora después de haber cenado en el comedor comunitario. Como nota de color (amarillo), el texto deslizaba que uno de los chicos muertos tenía una mascota realmente inusual: una de las tantas ratas que plagaban el viejo edificio donde funcionaba el colegio.
De ahí en adelante, todos los días, Fabricio se levantaba a las 6 con la idea de hacer un chequeo de noticias desde su laptop antes de ir a trabajar. Café en mano, la memoria de su computadora se iba llenando cada vez más con recortes virtuales. Una familia en Alemania. Varios soldados en Rusia. El elenco entero de una comedia yanqui. Absolutamente todos los habitantes de una pequeña aldea argelina. Sacerdotes, empresarios, bebés, putas. Todos asfixiados por la mano de la estricnina. ¿Las ratas? Era difícil comprobar su efectiva presencia, pero bueno… las ratas están en todas partes.
Un sábado, luego de que bajaran los efectos narcóticos de la mini luna de miel con su novia, y de la mano de la culpa, el padre de Fabricio decidió visitarlo y, por supuesto, lo encontró sentado enfrente de la computadora. La visita, que no pasó de la media hora, tuvo al muchacho echándole miradas breves a la pantalla cada cinco minutos y a su papá haciendo lo mismo con el reloj cada diez. La voz de su nueva mujer en el celular, avisándole que las milanesas del almuerzo ya estaban friéndose, le dio a él y a su hijo suspiros de alivio a dúo.
Fabricio decidió entrar en acción una semana después. Gastó tres cartuchos de tinta imprimiendo todas las pruebas que había conseguido y decidió comenzar a hacer rodar su plan. Un canal de cable fue su primera parada y, apenas llegó y contó qué lo había llevado a golpear la puerta, una productora apareció para llevarlo casi a los empujones a una sala de maquillaje. Cinco minutos después, estaba explicando su caso al aire, frente a la mirada de una conductora rubia que le preguntó cuánto faltaba para el fin del mundo y si quería que su historia llegara al cine.
Salió casi corriendo del canal, pensando en bañarse para sacarse el pegote de transpiración que le había nacido con las luces del estudio y en cómo encarar su visita a la Casa Rosada. Pero ni siquiera pudo entrar a su casa; en la puerta lo esperaban dos doctores y su papá, que se secaba el sudor con un pañuelo gris. Mirándolo, Fabricio pensó que quizás no era el único al que le vendría bien una ducha.

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“Hoy hace exactamente tres meses que entré acá. Hace dos días empezó… los dos de la habitación de al lado tuvieron un ataque de vómitos y convulsiones a las cinco de la mañana. Los llevaron al hospital, pero no se pudo hacer nada. Y ayer le tocó a tres enfermeras y a uno de los médicos. Y yo… yo las puedo sentir golpeando en las paredes de atrás de mi cama y esta mañana juro que alcancé a ver la sombra de una que se metía por debajo de la puerta de la cocina. Y no puedo dejar de soñar con la tía Angelita. La sal ya no sala como antes, Fabri. ¿Viste?

25 de mayo de 2010

Chanoyu

No sabés nadar
pero de todas formas metés un pie en en la taza
y las olas te muerden hasta el muslo

“Tomate un tecito”, me dicen
miren donde estoy, pelotudos
miren adonde me llevó tanto té
negrorojoverde
agua, después de todo

Los tornados también pueden ser pequeños
plegarse en un origami invisible
para atacar el líquido entre paredes de laca

Y yo no te voy a salvar
pero está bien
vos tampoco me salvarías a mí.

10 de abril de 2010

Stolz der Nation

No hay reyes ni reinas. Pero sí iglúes que intento disfrazar como palacios. El hielo... en el hielo me veo. Y no hay reyes ni reinas. Hermosa, sentada en un trono de pieles de lobo. Todos te tenían miedo. Nunca lo creíste y acá estás, mientras los visitantes entran de a uno para maquillarte el rostro con nieve.

Hay huellas que vienen del norte. Desde el lugar en el que aterricé hace ya miles de años. Pero ya no puedo seguirlas, siempre que trato de salir, la noche me extravía, me deglute. Reyes. Reinas. Yo... soy sólo un animal.

27 de marzo de 2010

Helena Petrovna

Ella decía que podía separar el agua del azúcar
en una taza de té muy dulce

Pero que sólo podía hacerlo
cuando nadie estaba mirando

Un día me puse a espiarla
por un agujerito de su ventana
rota

Y era cierto

10 de febrero de 2010

"Hello, I'm Johnny Cash"

Acabo de ver los grilletes
Y la pared...


(Sobre todo la pared)

13 de enero de 2010

Kamikaze

Was tust du
Was fühlst du
Was bist du
doch nur ein tier

(Rammstein – Tier)



Él se levantó y se fue. Yo no me moví. Quedé acostada boca abajo, los labios salados, el cuerpo hundido en la relajación del trauma, interrumpida por vaivenes temblorosos. Me quedé así un rato, con el oído atento, esperando que no volviera. Nunca volvía, pero bueno… ya no podía estar muy segura de nada. Nunca.
Hacía calor, muchísimo. Mi pecho se pegaba a las sábanas, el aire transportaba una tenue putrefacción (¿o sería yo la que exhalaba una muerte gradual?). La electricidad se cortó y, con ella, el giro del ventilador. El aire se convirtió en un pantano.
De repente, a lo lejos, sonó un rugido tan débil como extraño. Parecía el llamado de millones de gargantas incorpóreas, ectoplasmáticas. Cuando el ruido llegó al patio, chocó contra las hojas del fresno haciéndolas estallar en ráfagas frescas. Poco a poco, el aire nuevo comenzó a lavar al viejo y con mi cabeza girada hacia la ventana, aún sin cambiar de posición, respiré aquel olor a clorofila recién rota que siempre acompaña a las tormentas que nacen.
Y entre el aroma, los chasquidos de las hojas y el aire revolucionado, los vi. Aunque no sé si sería del todo acertado decir eso… no tenían forma, sólo movimiento. Borrones oscuros que cruzaban el patio de un lado para el otro, tan rápido que no alcanzaba a seguirlos con el movimiento de mis ojos. El terror, al fin, fue lo único que logró hacerme mover, aunque sólo para aplastar mi cuerpo aún más contra el colchón y apretar bien fuerte los párpados. Así me quedé, hasta que me terminé durmiendo.

Volvió a pasar, varias veces. Siempre en las noches de tormenta y después de que él se iba. Yo trataba de cerrar los ojos lo más que podía, pero casi que los veía pasar a través de la piel de mis párpados. Sin hacer ruido, sin forma, sin rostro.
Hasta que un día decidí hacer algo… tenía que hacer algo. Sabía que en algún lado de su dormitorio, mi hermano escondía un rifle de aire comprimido que disparaba pequeños balines de goma. Se lo había regalado nuestro abuelo, y yo siempre recordaba cómo, el día en que se lo dio (en un acto que casi pareció la iniciación a una logia masónica), le advirtió que tuviera cuidado. “Si pegás donde hay que pegar, pueden matar”. Eso dijo.
Una tarde que mi hermano no estaba en casa, revolví su habitación y, al fin, encontré el rifle en un rincón del placard, que fue rápidamente sustituido por un lugar entre las telarañas de debajo de mi cama. Esperé hasta una noche sofocante, como aquella, la primera. Luego, esperé que él se fuera y, con su desaparición, le diera la señal al viento para comenzar a soplar y a las sombras para agitarse. Y apenas lo hicieron, busqué el rifle, asomé el caño por la ventana (no sin que antes se me resbalara el gatillo un par de veces entre los dedos) y recordé las palabras de mi abuelo.
Traté de pegar donde había que pegar.

Al otro día me despertaron los gritos de ella. Él se había muerto mientras dormía. Algo del corazón… o al menos eso es lo que me dijeron. Tampoco es que presté demasiada atención. Ni ahí ni en el velorio, donde un par de señoras de parentesco indefinido no dejaban de dedicarme
miradas acosadoras bañadas en pena plástica y barata mezclada con una pizca de asco causada por mis ojos completamente secos. Por suerte, nadie más me molestó por eso. Ella estaba demasiado ocupada en el protagonismo pasajero que le traía como regalo la viudez. Y mi hermano, que se había sentado solo en un rincón de la sala velatoria, nunca me había prestado demasiada atención y las cosas no tenían por qué cambiar ahora.
Esa noche, cuando volvimos del crematorio, el calor tenía una violencia que, de verdad, jamás había sentido. Parecía que algo en la atmósfera estaba a punto de explotar hacia adentro. Me acosté y me puse a pensar como sería eso… que el aire implotara en una bola silenciosa de llamas azules. El hecho de que la coherencia abandone mis pensamientos suele señalar el comienzo del camino hacia el sueño y esta vez no fue la excepción: los párpados se me estaban cerrando. Y fue entonces cuando vi que las cortinas comenzaban a agitarse y sentí, a lo lejos, el zumbido.
Pero esta vez ya no había nada que ver detrás del vidrio. Ya no.

20 de noviembre de 2009

Decime



Las sensaciones ascienden por las patas de la silla
por el respaldo, madera osmótica
sus astillas encuentran los poros
en una cópula perfecta.

La pantalla del televisor
una pecera para medusas de tinta negra
con pupilas de cocainómano
que hacen un festín con mi voluntad.

Sé que te gusta usar tu ninfomanía
como un perfume más
pero los insectos
ya comenzaron a pudrirse en la heladera

Semen y tierra
saliva y escamas
vas a venir nadando
y me vas a encontrar…

Ahogada.


14 de septiembre de 2009

REW

¿Alguien podría decir
cómo se siente estar cerca
del estanque que hunde su agua verde
en la espalda de la bestia dormida?

No

Sólo yo

Sólo yo, que cargo huesos pulverizados
y una piel que no sabe reír
ni agota ese vómito vacilante
de manchas azules que nadie sabe leer

Así que voy a apagar la luz
y a planear sobre las baldosas marrones
para transfigurarme en un golpe aéreo
en una cicatriz de acero, en huellas de fuego

Es que a veces, simplemente
soy demasiado idiota.

11 de agosto de 2009

3 de agosto de 2009

De cuerpo presente

Remontar el barrilete
en esta tempestad
sólo hara entender
que ayer no es hoy
que hoy es hoy
y que no soy actor de lo que fui

(Divididos - Spaghetti del rock)


Si se trata de comenzar a saborear de qué se trata vivir

todos deberíamos saber cuán descartables somos
y si se trata de poder descansar
dormir, morir o lo que sea
yo debería aprender a asfixiar la risa
cuando lo que está pasando deja de ser gracioso

Si los límites del cuerpo
se tensan para jamás volver a ser territorio fértil
y olvidan cuál es el agua que no está envenenada
es que ya ha llegado el momento
el día, la hora o lo que sea
de emprender para siempre el camino de la herejía

Y dejar atrás sólo paisajes desfigurados
por el irresistible poder de la cobardía.

8 de julio de 2009

¿Qué hago acá?

Un día cualquiera
soñé que tenía diecinueve años
y que era hermosa

Escribía todo lo que quería tener
en hojas de papel verde agua
unas horas después
las letras vivían
(el mecanismo no fallaba jamás)

Tenía espejos
en las palmas de las manos
nadie veía mi rostro
excepto yo

Era tan hermosa

Lo soñé un día cualquiera
y recuerdo que ese día
el viento vino desde el sur

Y me desperté
cuando estabas metiéndome la cabeza
en aquel balde con agua.

5 de julio de 2009

20 de junio de 2009

Sokuon

La cárcel de los alambres de cobre
y el bozal de oferta
conspiran para izarme
al frustrante altar del eco

Es que las treguas son tan vulgares
como el blanco de sus banderas
son tan baratas
como las canastas de cabello trenzado

Y ya no confío en mi amnesia
ni en el temblor de mis manos
volverán a elegir la huida
cuando yo decida quedarme

Mientras el deseo encapsulado
concentrado, latente
doblado setenta veces sobre sí mismo
busca la coordenada exacta

Para comenzar la construcción
de una catástrofe universal
con el mismo material
del que están hechas las renuncias.

21 de mayo de 2009

17 de abril de 2009

Inseguridades

Una batalla entre el bien y el mal se libra en el territorio de la taza de té, mientras la llama de butano del encendedor se multiplica en miles de lenguas anaranjadas a través de las ventanas redondas, que vistas desde afuera le dan a mi casa una apariencia de edificio con anteojos. El mío es un hogar miope.
“Me dijo que todo el tiempo se estaba comparando con otras minas. Y que se sentía en desventaja el 70 por ciento de las veces. Era una compulsión que le barnizaba los ojos. ¿Qué podía hacer yo para cambiar eso?”.
Las llamitas se apagan, besando a sus correspondientes cigarrillos. Mi casa sigue siendo miope, pero esta vez las ventanas-ojos de buey se lanzan encima de mí, abonando una nauseosa claustrofobia. Me levanto y la silla hace mucho ruido. Hago girar el picaporte y estoy afuera tan rápido que casi no me doy cuenta. Hasta que ensayo una media vuelta y miro hacia los anteojos ambarinos, que ahora parecen la mirada de un perro manso. Comienza el fin del agobio.
“Soy la mujer cucaracha, me decía. Se reía. Y a mí me daban unas terribles ganas de putearla…”
Paso al lado de Suárez y lo saludo sin mirarlo. La brasa roja (que ahora es sólo una y le corona los labios) se mueve en respuesta, al compás del gruñido mascullado que me lanza. Sigo caminando sin mirar atrás, preguntándome si él sabrá que aquella vez lo vi tanteando el terreno blando bajo la pollerita verde de su hija. No me asquearon los aromas incestuosos, simplemente me pareció horrible el contraste entre la piel marrón y lustrada de esa mano y el algodón moteado de venas de aquellas piernitas blancas. ¿El abuso de menores será repugnante por su naturaleza moral o por su irreparable atentado a la estética? Vaya uno a saber.
“Ella pensaba que lo que decía me parecía simpático. O quizás pretendía darme pena, que se yo. Pero mis sonrisas de fachada boba sólo servían para ocultar dientes apretados”.
-No debería salir a esta hora- le dice Suárez a mi espalda.
Me detengo
-¿Qué?
-Que no debería estar afuera tan tarde. ¿No se enteró de lo que le pasó a esa chica anoche?
-Ah… ¿la estrangulada?
- Sí, esa misma
- Eso no fue un robo. La pelotuda seguramente hizo enojar a algún macho.
Antes de darme vuelta y seguir, alcanzo a captar un ángulo del desprecio relampagueante que cruza la cara de Suárez. Hay tantas cosas que no sabe, el muy hijo de puta.
“Hasta que un día no pude más. Estábamos cenando en una especie de bodegón, de esos que sirven platos riquísimos desafortunadamente condimentados con un público de comensales que exhalan esa ofensiva vibración de bohemia elegante. Ella se levantó al baño y, cuando volvió, tropezó con uno de los mozos. E, inmediatamente después, le dedicó un gesto coqueto tan evidente que me pareció obsceno. No sé por qué, bajé la mirada inmediatamente y me vi las manos. Inmediatamente, supe qué era lo que tenía que hacer”.
Amanece mientras doy vuelta la esquina. Casi puedo imaginarme los ojos rodeados de bolsas hinchadas y amoratadas que me van a mirar con burocrático tedio cuando llegue a destino. La siempre presente relatividad de lo extraordinario. Para ellos, lo que está a punto de pasar es lo más común del mundo. Aunque al menos me permito el lujo de rasgar un poco el velo de la rutina cuando lanzo una carcajadita espasmódica al darme cuenta de que, efectivamente, dos ojos hundidos en sendos montículos de piel violácea se están elevando hacia mí.
-Buenas noches… o más bien buenos días- digo -Soy el que mató a Lucía Carrasco.

6 de abril de 2009

Morning sickness

Cielo blanco, cielo escrito
las nubes aún ignoran
los cables negros que corren entre ellas

Día recién nacido, día de los muertos
sobre la ciudad de los hombres quietos
la única belleza que existe
es la del barro amando las suelas de sus botas

Y la de las drogas opacas y los huesos líquidos
tejiendo capullos alrededor de las espaldas
y corazas inmunes a las brasas de mi cigarrillo

(¿Qué pasaría si le vendiera mi cuerpo
a la bruma gris de los confines de este mundo?)

19 de marzo de 2009

M.I.A.

Just remember when you think you’re free
The crack inside your fucking heart is me

(Marilyn Manson – The Speed Of Pain)



Ella se sienta en la mesa de patas leoninas. Nudos de madera, hay raíces dentro de la casa, unidas por la trama nacarada de telas arácnidas, vacías, muertas. Soledad libre de insectos.
Una voz de mujer rasga el papel del aire oscuro. No hay una correlación mecánica del sonido dentro de su boca, pero el monólogo sigue desmadejándose, como hilos azules. Como fantasmas de cucarachas. Volando colgadas de sus élitros de ectoplasma marrón. Una sobrenaturalidad inmunda.
Hay una tristeza horrible flotando en mi sangre. ¿Te das cuenta? ¿Me escuchás, hijo de puta? Ya estoy cansada de que me cagues.

Tengo miedo
Las despresurizaciones súbitas de la electricidad estática orgánica desatan un desbalance líquido y oleoso en las volutas de su autopercepción. No existe cura para el extrañamiento aversivo del propio cuerpo, sólo paliativos en forma de suicidios del espíritu, a razón de dos o tres por día.
Acaba de volver a verla. O no exactamente, más bien a presentirla dentro de cada uno de los pequeños bultos que se le erizan instantáneamente en la piel. Cierra los ojos y, ahora sí, la ve nadando entre la noche de sus párpados. Un pequeño súcubo con su mismo rostro.
Decidida, se lanza hacia adelante. Alas batientes de pestañas la sostienen en su impulso, que va a morir sobre esa sombra humillada que jamás se separa de ella. Llegó el momento de rendirse enviando un último telegrama hacia la nada.
Pasado imperfecto por exceso de presencia. Stop.

4 de marzo de 2009