28 de febrero de 2009

Dos

Él no escucha
nunca escucha
sigue subiendo
por las escaleras ambarinas

Es el protagonista
de viajes fantásticos
a lomos de polillas negras
o ranas con pies de metal

A veces vuelve
para pedirme un cigarrillo o dos
no quiero mirarlo
no puedo
porque
se va
otra vez

Y no escucha
nunca escucha
cuando le digo
que en algún rincón
de cualquier armario
entre cadáveres tallados en naftalina
un planeta desierto
y quizás radioactivo
cuelga del extremo
de una cadena de oro blanco.

2 de febrero de 2009

Nena

–¡¡¿Pero qué hiciste, puta de mierda?!! – gritó mientras las venas de su cuello mutaban en ramas rojas.
No me moví. Él seguía aullando como un animal lastimado. En el suelo de cemento de la terraza, un manojo de maderas chamuscadas eliminaba sus últimos hálitos de humo. Seis cuerdas con el entorchado ennegrecido y sus correspondientes clavijas de metal enhollinado eran lo único que subsistía de su Gibson SG 1976.
Elevé los ojos sin levantar la cabeza. La guitarra masacrada a mí también me causaba una pena tremenda (nada que hacer… el masoquismo a veces viaja por el canal de parto de la venganza), pero sólo me limité a hacer un gesto que sumaba la dulzura de la satisfacción más cruel a la arena de la pura hostilidad.
En un movimiento que no pude esquivar, él me agarró del brazo y me arrastró por la escalera. Gritaba cadenas de insultos tan bien engarzadas que mi entendimiento no podía atraparlas.
Cuando llegamos al dormitorio, me empujó sobre la repisa que hacía las veces de licorera (siempre insistí con ponerla ahí y no en el living, ya que los borrachos somos egoístas, y tener el alcohol a la vista es el camino directo al convite). Al chocar, alcancé a tomar una botella de cabernet y con un latigazo braquial casi inhumano, la hice estallar contra el borde de la cama. Una lluvia carmesí de gotas ácidas se dispersó en la habitación, mientras trazaba una línea en mi muslo izquierdo con el vidrio roto.
Las serpientes sanguíneas comenzaron a brotar, copulando con el vino que corría entre mis piernas. Él reposó brevemente en un silencio lleno de respiraciones pesadas, que duró hasta que sus manos se dispararon hacia mi cadera y sus dientes hacia mis labios. Caímos sobre la cama, con la piel ahuecada de dedos y la química del sudor alterándose con la sangre alcoholizada que ahora nos manchaba a ambos.

Me desperté al sentir que algo me quemaba insistentemente la mejilla izquierda y abrí los ojos bruscamente para chocarlos contra un sol blanco y espantoso que me hizo rechinar los dientes al instante. Debía ser cerca del mediodía y ni siquiera recordaba cuándo ni cómo me había quedado dormida. El cinturón (aún lo tenía puesto, fetiche al fin) me clavaba sus tachas cuadradas en la piel del estómago y sentía un pesado dolor en el hombro derecho, cuyo brazo correspondiente había quedado doblado debajo de mi, soportando la punzada de las costillas.
Cuando me incorporé en la cama, lo vi. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Me miraba con una furia densa, explosiva. En su muñecas, las venas abiertas regaban sangre (¿o era vino?) sobre la alfombra sucia y los vidrios rotos. Pasé caminando lentamente a su lado, sin mirarlo, y entré al baño.
Dejé correr el agua y me senté en el suelo de la ducha, mientras la monotonía de la precipitación mecánica caía a mi alrededor. Sintonicé los oídos en esa frecuencia percutiva, tratando de apagar a la razón. Cerré los ojos hasta que me comenzó a doler el rostro, correspondiendo con un desfile de manchas lumínicas estallando detrás de mis parpados. Negro y azul. Agua y sangre. Ruido blanco.
Luego de salir de la ducha y vestirme, llamé a una ambulancia, mientras lo miraba desde el amanecer de mi ausencia. Él ya no parecía tan furioso. O quizás sí, ya no lo recuerdo exactamente. Dos minutos después, me fui dejando la puerta abierta.

Un mes después, un amigo en común me contactó para darme la noticia. Lo habían encontrado con la cabeza adentro del horno. Asfixiado. Estaba recostado en una almohada, según me contó. Ese detalle me arrancó una sonrisa, que se convirtió en una carcajada que precipitó la huida del circunstancial mensajero.
Me serví una copa de vino (syrah esta vez) y me recosté en el sillón. Mojé los dedos en el líquido y me los llevé a los labios, mientras recordaba la última imagen que me había quedado de él. El color rojo, los aromas voluptuosos, la ira de plomo en sus ojos. Mi mano abandonó lentamente la boca para deslizarse suavemente hacia la exaltación cálida que aguardaba más abajo.