12 de agosto de 2007

Cruz

¿Qué hacer? Sólo queda llorar lágrimas de cerveza y mirarse los pies, fijos en la encrucijada por obra y gracia de dos clavos de nueve pulgadas. Rotar la cabeza, mirar el brazo derecho y descartar su accionar por impracticable. A su turno, volver la vista al izquierdo y escupir la mano siniestra e inútil. Gritarle en tono marcial a los talones, aplastarles la voluntad. Y, por último, musitarle dulcemente a los dedos de los pies, con el mismo tono que se usaría para amansar un caballo encabritado, para luego plantarles una zanahoria por delante, un cebo que les despierte el apetito.
Es lo que pasa cuando el cielo se torna anaranjado, lleno de humo espeso y pestilente; cuando el viento que rumorea su indecisión a través de las ramas desnudas no parece de este mundo; cuando el rostro se llena de deformaciones globulares y ya deja de ser propio. Cuando el látigo resuena en la espalda cobarde, que se deshace en lamentos de mármol viejo, negándose una y otra vez, y otra vez de nuevo, quebrándose, desmoronándose en cientos de pedazos de hueso y en ríos medulares. Y diciendo que no por un rato más.
Entonces, hay que levantar el mentón, endurecer la mirada, subirse el cuello del abrigo y patear piedras hacia adelante. Y a no quejarse cuando desde las sombras se devuelve el golpe. Las transfiguraciones no son cosas de todos los días, pero tampoco deberían ser una excusa para actuar como fotocopias de héroes de la peor calaña. Menos aún deberían existir quejas cuando se cruza un pie por delante del otro para terminar de bruces en el suelo. Ese acto solo se merece risas desmadejadas, pétalos de rosa carcomidos por pulgones y salpicaduras de vino rancio, que después será convenientemente transformado en agua de bautismo para niños nacidos de uniones incestuosas.
Lo mejor sería montarse en un corcel de acero y convertirse en un cowboy del infierno, en el quinto jinete del Apocalipsis, el que esparce la enfermedad del orgullo inverso y sin raíces, ese que se homologa con mordeduras sonrientes y con humillación incorpórea. El mismo que nos hace mirarnos en el reflejo convexo de una cuchara lustrada y no ver más que estupidez encarnada en formas ondulantes, un pretexto más para la masacre autista. Pero no…por más cuerpos laxos que sostenga el suelo, lo cierto es que mañana, muy probablemente, hará frío. Y que, por lo visto, los dedos de los pies ya olieron la carnada. ¡Ecce femina!

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