21 de octubre de 2007

Apocalipsis del sustento interior

No estoy
No…estoy
Se lo tiene que repetir una y otra vez, sólo para alejarse mentalmente de esas coordenadas espacio-temporales en las que se ha materializado de repente. Latitudes y longitudes que la electrocutan con imágenes de abismos tan insalvables como atrayentes para la zambullida con vanguardia craneal.
Una punzada roma en el tobillo derecho. La verja de piedras de la que alguna vez fue Plaza Oasis, en una noche cuya hermosura objetiva le resbala por todos los sentidos. La frente amplia sobre la mano pequeña. Cigarrillos que duelen en el pecho y en la espalda.
De su (lejana) derecha, parten gritos de festejo ante un gol de tiro libre, ejecutado con fría precisión por un adolescente flacucho. Puede ver el gesto de adusto orgullo que se asienta en la cara del muchacho ante las felicitaciones de sus compañeros, y termina sopesando hasta la náusea el absurdo de lo que acaba de contemplar. ¿Qué ganaste, pibe? Sos un boludo. Le dan ganas de levantarse, correr, plantársele enfrente y gritarle ese adagio que (lo decidió hace un rato) pronto se pintará en una remera que usará a perpetuidad: “Es al pedo”. Pero no…es mejor que se de cuenta solito. A los golpes, como debe ser, m’hijito.
De repente, no puede evitar sentir que, si se queda un segundo más sentada ahí, sus miembros tomarán por ósmosis la cualidad porosa del rejunte de rocas que los sostiene. Decide ponerse en movimiento. A medida que camina, ve (para su completo horror) más y más gente viva. Se apilan unos sobre otros, condenados a su animación teatral y siniestra. El escape se le hace inminente.
Algo se quema en algún lado. El pungente olor ceniciento que trae la brisa enciende la inferencia. Eso le recuerda a una fotografía que una vez vio y que le resultó gloriosamente bella por pura imponencia trágica: un monje tibetano inmolándose en brazos del fuego, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, sin mover ni siquiera un músculo bajo esa tortura de inconmensurable autocrueldad. Esa estoicidad soberbia, heroica, y a la vez completamente estúpida siempre le resultó admirable y repulsiva al mismo tiempo.
Introduce la mano en su bolso negro y la extrae con un cabello ajeno pero totalmente conocido enredado en su dedo índice. Comienza a desear. Y lo consigue. El olor a carne quemada ahora se eleva desde su propia traquea. Un dolor indescriptible por mera incomunicación se le aloja en el estómago, para subir como un globo centelleante hasta su corazón, que explota en miles de cenizas incandescentes, como el cielo de una noche navideña. Aún le queda tiempo para escuchar como los gritos futboleros se transfiguran en alaridos de horror. Pero ella, al igual que el monje, no emite un solo sonido, mientras sus cenizas encuentran un hogar en ese mismo césped que una vez, hace tiempo, la vio renacer.

1 comentario:

Vic dijo...

Opresivo.

Así estamos.