Cuatro de la madrugada. Despierta súbitamente, envuelto en un aullido silencioso que le llena los oídos desde adentro. Ignora si el sonido puede rastrearse hasta su garganta y no hay nadie cerca para acercarle una comprobación, así que vuelve a apoyar su sien derecha en esa almohada perversamente húmeda. El sudor que la tela había bebido en sutil ósmosis le sella el insomnio en la frente. Comienza a preguntarse por qué su costumbre de caminar desnudo por las veredas cotidianas hace que, paradójicamente, todo el mundo piense que porta el más bufonesco de los disfraces. Quizás el problema es ese: la ausencia de ropas genera desconfianza e incluso terror a aquellos seres tranquilos y felices que acompañan su caminar, cubiertos en diversos grados por recursos textiles, más o menos reveladores. ¿Se habría equivocado tanto?. No, no, otra vez no, no, así no. Pero…¿acaso no sonríen todos los demás, por encima de sus telas protectoras en cómodos y variados diseños? Concluye que lo cierto es que ellos posan sus cabezas descontracturadas sobre almohadas secas. El no. Párpados abajo. Fin del primer acto.
Tres veces lo había intentado, con medios escogidos luego de escrupulosas investigaciones de costo, disponibilidad y efectividad. Los resultados fueron sucesivamente saboteados por su cobardía (que sus amigos habían bautizado con el inmundo cliché de “ganas de vivir”): la nueve milímetros simplemente lo paralizó con su simple-aunque-imponente presencia, la tentativa de lanzarse desde la terraza del hotel donde trabajaba fue abortada luego de que el vértigo le impidiera el necesario acto de balancear los pies en el borde y mirar hacia abajo, y la lluvia de Rivotril que se propinó una calurosa noche de noviembre le suspendió todas las funciones biológicas menos el pánico, que hizo mover sus dedos (aún no entendía como carajo lo había hecho) para teclear el número del servicio de emergencias. Ganas de vivir. Qué hijos de puta.
Nueve botoncitos de plástico luminosos ceden bajo su dedo índice. Tono de llamada. Voz sorprendentemente suave que responde del otro lado. Formalidades que estorban más que nunca. Meollo de conversación áspero y duro como el mismísimo carozo de un durazno. Tratativas de dinero, directivas para la realización del laburito en cuestión. Especificaciones demasiado particulares para la forma de pago. No hay quejas del otro lado, lo cual confirma la redonda perfección del momento. Tenía que ser así, evidentemente.
Dos ancianas le sonríen, agradecidas por el trato cordial que él acaba de dispensarles. Si supieran. Termina su turno en la recepción del hotel y cambia su impecable uniforme azul por unos jeans que acusan años de abuso y una remera negra, prendas elegidas y embutidas en la mochila con especial cuidado, sabiendo que gran parte del éxito del laburito depende de que la apariencia se ajuste al acuerdo. Mientras camina sin ruido por la alfombra bordó, saluda con un gesto desganado al simulacro de muñeco Ken que lo reemplaza en el puesto. Una risa amarga muere detrás de sus dientes al saborear la idea de no ver nunca más ese rostro cortado con plástica y repulsiva perfección, esa sonrisa blanquecina que no sabe de falsedades simplemente porque es demasiado falsa, esos ojos que han visto todo y no han observado nada. Maldito maniquí afortunado que no abrirá desmesuradamente los ojos ante la presencia del hombre y su arma, un ejercicio de sorpresa anticipada sin razón de existencia. Maldita frente (absurdamente bronceada en invierno) que jamás recibirá el dolor inconmensurable de un plomo de certeza profesional. Maldita camisa blanca (planchada por madre castradora) jamás manchada de una sangre que se vería mucho mejor ahí que en la remera negra efectivamente salpicada.
2 comentarios:
Ah, la mierda
Quedó bien, al final...
Son flashes escenográficos, para representar con filmadora... nunca estça de más...
By the way... me suena el nombre...
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