Sábado, 9 de junio de 2007
Esa noche, al igual que tantas otras, me senté en una butaca frente a la barra y pedí una cerveza negra. Mientras el diminuto y oscuro barman buscaba la botella, eché un vistazo alrededor y descubrí que, sobre una de las mesas (cubierta con un mantel que era una verdadera pesadilla cromática), dos hombres se dedicaban a mancillar un vino llamativamente decente lanzándole dosis inmundas de Pritty. Y también descubrí a F., acodado en el otro extremo de la barra en pose furtiva, casi de cara a la pared que se alzaba a su izquierda.
Recordé que la primera vez que había hablado con él (cerca de una semana antes, en el mismo abyecto escenario), la charla había versado sobre la altamente dudosa naturaleza punk de los Ramones, y F. se había mostrado particularmente lúcido en sus opiniones, así que decidí arrimar mi banco al suyo, pensando en continuar la conversación y animar un poco la atmósfera, a la vez amable y tenebrosa, de aquel antro.
Pero la esperanza de un intercambio de ideas que pudiera ahogar los quejidos de aburrimiento que la garganta de la noche venía soltando hace rato se disolvió cuando F. reaccionó con un salto de animal asustado al sonido de mi butaca arrastrada al lado de la suya. Las palabras agonizaron y murieron evaporadas en mi boca entreabierta cuando me di cuenta de que F., con afán y concentración renacentista, tallaba una intrincada versión gótica de la letra H en su antebrazo izquierdo. El vaso de vodka que lo acompañaba estaba sirviendo más como improvisado desinfectante-anestésico que como agente provocador de borrachera, y el rostro grisáceo de F. no cedía ante el dolor, sólo sus mandíbulas tensas y el brillo sudoroso de su frente parecían indicar cierto padecimiento de la carne. Retrocedí sin dejar de mirarlo y, lentamente, me zambullí en el confort de las burbujas alquitranadas, cortando con un trago profundo su gélida espera.
Cuando consideró que el filo ya había soportado suficiente calor, F. se sentó, enfrentando un rectángulo de papel. Llevó la gilette a una de las aletas de su nariz, y dio un tirón brusco hacía abajo, inclinando el cuerpo hacia delante en un movimiento mitad reflejo y mitad cálculo. Circulitos rojos de tamaños variables se encendieron en la celulosa nívea. F. parpadeó varias veces, tratando de exorcizar el dolor. Se tapó el agujero de la nariz que no había sufrido el corte y, con el otro, expulsó una violenta bocanada de aire hacia el papel. Resultó exactamente como él quería: un salpicón grosero de mocos y sangre estalló en el medio de las gotitas rojas y de la tersura blanca. Repitió la operación un par de veces más, y se levantó para vendarse la nariz en el baño. Cuando volvió, tomó una lapicera, escribió “5/7/2007” en uno de los ángulos inferiores de la hoja, agregó unas palabras más debajo y pegó su obra en la pared de la cocina, donde ya había otras 26, con fechas diferentes e igualmente decoradas con fluidos rojizos. La tinta azul con la que estaban escritas todas las leyendas en las esquinas de las hojas relucía con una fosforescencia casi fantasmal, haciendo titilar como en un cartel de neón la frase que acompañaba a todas las fechas: “Sigo vivo, la concha de su madre”.
2 comentarios:
Sangre! Sangre! Es lo primero que se me viene a la mente. Body talks
Diminuto y oscuro barman.
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