- Perdóneme - le respondí - pero se puede discutir qué es peor: la extravagancia rusa o el procedimiento germánico de amasar fortundas con el trabajo duro.
- ¡Qué idea tan idiota! - exclamó el general.
- ¡Qué idea tan rusa! - exclamó el francés.
Yo me reía y me moría de ganas de hacerlos enojar.
- Preferiría permanecer toda mi vida en una tienda de
kirguises - exclamé - que adorar al ídolo alemán.
- ¿A qué ídolo? - gritó el general casi furioso.
- A la capacidad alemana de enriquecerse. Estoy aquí desde hace muy poco tiempo y, sin embargo, lo poco que veo hace sublevar mi naturaleza tártara. ¡Qué virtudes! Ayer recorrí unos diez kilómetros por los alrededores. Bien, es exactamente lo mismo que en esos pequeños libros alemanes ilustrados que tratan sobre moral; todas las casas tienen aquí su padre, su
Vater, virtuoso y honrado. Tan honrado que uno no se atreve a hablar con él. Por la noche toda la familia lee obras edificantes. En torno de la casita se oye el silbido del viento sobre los olmos y los castaños. El sol poniente dora el tejado donde se para la cigüeña, espectáculo poético y conmovedor. Recuerdo que mi difunto padre nos leía por la noche, a mi madre y a mí, libros muy semejantes, también bajo los tilos del jardín...juzgo con conocimiento de causa. Pues bien, aquí parece que cada familia se halla en la servidumbre, sometida al
Vater. Cuando el
Vater ha reunido cierta suma, manifiesta su intención de transmitir a su hijo mayor su oficio o las tierras. Con eso se le niega la dote a una hija que queda condenada al celibato. El hijo menor debe buscar empleo o trabajar como sea, y sus ganancias van a engrosar el capital paterno. Sí, esto se hace aquí, estoy bien informado. Y todo ello no tiene otra causa que la honradez, una honradez llevada al extremo, y el hijo menor se imagina que es por honradez que se le explota. ¿No es esto un ideal, cuando la víctima se regocija de ser llevada al sacrificio? ¿Y después? El hijo mayor no es mucho más feliz. Tiene en alguna parte una Amalchen, la elegida de su corazón, pero no puede casarse con ella porque hace falta una determinada suma de dinero. Ellos también esperan por no faltar a la honradez y van al sacrificio sonriendo. Las mejillas de Amalchen se agrietan, la pobre muchacha se marchita. Finalmente, luego de veinte años, la fortuna ha aumentado, los florines han sido virtuosamente adquiridos. Entonces el
Vater bendice la unión de su hijo mayor de ya cuarenta años con Amalchen, joven muchacha de sólo treinta y cinco, con el pecho hundido y la nariz roja. En esta ocasión vierte lágrimas, predica la moral y exhala a veces el último suspiro. El hijo mayor se convierte entonces en un virtuoso
Vater y vuelta a empezar. Dentro de cincuenta o sesenta años, el nieto del
Vater conseguirá un cuantioso capital y lo transmitirá a su hijo; éste al suyo y después de cinco o seis generaciones, aparece, por fin, el barón de Rothschild, Hope y Compañía o Dios sabe qué. ¿No es acaso un espectáculo grandioso? He aquí el resultado de uno o dos siglos de trabajo, de esfuerzo, de honradez, he aquí a dónde lleva la severidad, la economía, el cálculo, la cigüeña sobre el tejado. ¿Qué más se puede pedir? Más alto que esto ya no hay nada, y esos ejemplos de virtud juzgan al mundo entero condenando a aquellos que no los siguen. Pues bien, yo prefiero más divertirme a la rusa o intentar enriquecerme en la ruleta. No quiero ser Hope y Compañia al cabo de cinco generaciones. Tengo necesidad de dinero para mí mismo y no me considero un apéndice necesario del capital. Ya sé que exagero un poco, pero me alegra que esto sea lo que creo.