30 de julio de 2007

Necrofagia

I
No debías despertarte tan pronto. Verás…no es tu momento. ¿Qué voy a hacer ahora, con los preparativos a medio armar? A las paredes de la cocina les falta una capa nueva de pintura, y aún tengo que ver si en el sótano quedan azulejos para reparar los que se rompieron en el baño.

II
Todo este tiempo en el que estuviste…dormido…tuve el mismo sueño unas tres veces por semana (casi siempre en una secuencia fija de lunes-miércoles-sábado). Las imágenes comenzaban a configurarse previas a la inconsciencia completa, así que se armaban en la materialidad que me rodeaba (holográficamente, fantasmagóricamente) antes que en el cuenco negro del territorio puramente onírico. Vos estabas ahí, envuelto en un capullo de humo de cigarrillo, como una crisálida maloliente. Hacías gestos espasmódicos y mínimos con las manos mientras, con las cejas fruncidas y la mirada posada en tus propias rodillas (gesto que siempre te poseía cuando te concentrabas) me contabas con seriedad alarmante un minucioso plan para reunir a los Redondos. El esquema estaba basado en el secuestro y concienzuda tortura de la Negra Poli, tarea destinada a extorsionar a Skay y, por extensión, al Indio. Pero, justo cuando te aprestabas a describir los pormenores de las técnicas de suplicio que se aplicarían a la Negra (y por la mirada despejada que se cristalizaba en tus ojos puedo asegurar que el asunto estaba plenamente masticado y sistematizado), se me ahorraban varios escalofríos a causa de un mecanismo autoprotector que me gatillaba los párpados superiores hacia arriba.

III
Pero ahora estás despierto. Y apenas abandono la almohada, cada puta mañana, un latigazo estremecedor con gusto a níquel y a chispas mojadas, me cruza las sienes. Se me figura el caño frígido de una nueve milímetros, apuntado de costado en mi frente (si, de costado, estúpidamente caprichoso e incómodamente hollywoodense, pero no tengo la culpa de mis delusiones). La que sostiene el arma soy yo, y disparo con lánguida apatía.

IV
Siempre me decías que te resultaba gracioso como yo siempre ponía a calentar la pava para hacer té cada vez que alguien venía de visita. “Todo un personaje de Dostoievsky”, señalabas con tu dicción a 16 rpm, dejando caer cada palabra como un chicle estirándose en el éter. Uno de tantos. Una de tantas imágenes atadas en haces, en pequeños paquetes encantadores, ligados con hilos trenzados de oro y plata. Fardos impalpables que he llevado encima durante todos estos ¿meses? ¿años? (ya no lo sé, te lo juro), en que has estado durmiendo. Momias. Si, eso…cada uno de esos paquetes era un sarcófago, lleno de restos resecos de los que me he estado alimentando. Pero ahora vas a andar por ahí, moviéndote. Caminando, hablando, mirando, tocando…no lo soporto. Soy mugre. Mugre. Pero tu vida (en todo el vertiginosamente amplio sentido de la palabra) me mata. Así de simple.

V
¿Por qué no te moriste?
Ya está…lo dije.

No hay comentarios: