Detesto cuando el encendedor se encapricha y no quiere convertir la chispa en llama. Nunca supe qué carajo es lo que falla en esos momentos, si la piedra pierde aspereza y debilita ese fueguito inicial o si el gas no sale como debería. Lo cierto es que me da por las pelotas que pase eso. Y más cuando voy caminando en la calle y quedo como un boludo dándole vueltas a la ruedita con el dedo una y otra vez mientras camino torciendo el cuello hacia abajo como una paloma con retraso mental.
Y no es que esa vez haya odiado menos la terquedad de mi encendedor, pero si no hubiera pasado, no habría visto esos zapatos. Y tampoco a ella, obviamente. Eran zapatos de vieja, pero no eran viejos. De hecho, brillaban como recién comprados y parecían de cuero caro. Y a pesar de que se veían como los que mi abuela usaba cuando era joven, los pies que cubrían eran lisos y tersos. Ese contraste me provocó una frenada instintiva, justo en medio de una nueva chispa abortada.
Ella pasaba a mi lado caminando rápido, y cuando recién logré levantar la cabeza, no pude alcanzar a ver ni un solo centímetro de su cara. Sólo su pelo, una melena rubia casi blanca, y un tapado hecho con alguna clase de animal marrón, peludo y brillante.
Me quedé parado un buen rato, mirando por sobre mi hombro. Si eso de andar fallando sucesivamente en prender mi cigarrillo me había hecho ver como un idiota, ahora esa apariencia se cuadruplicó. Más aún cuando un viejo que caminaba muy rápido me llevó puesto y me dedicó una mirada de puro odio.
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La primera vez que escuché hablar de ella fue por boca de una amiga de mi abuela. En la noche en que nació mi hermano, a mi vieja le agarró una especie de psicosis momentánea y, en vez de requerir la presencia de mi viejo, pidió a gritos por su mamá. Así que mi abuela tuvo que subir a un taxi y partir hacia la clínica, dejándome al cuidado de Marta y abandonando a la mitad un partido de truco.
No sé si habrá sido por nervios, para llenar el silencio o porque ya de chiquito me vio cara de pajero, pero Marta comenzó a hablarme de ella. De la diosa rubia que era venerada en altares de butacas mullidas, entre crujidos de pochoclo y caramelos. De esas curvas que izaban pijas por doquier. De esos labios que cantaban mal y transmitían emociones peor, pero que inspiraban vuelos salvajes de la imaginación. Como el que yo emprendí en ese mismo momento, montado en las palabras de Marta. Pero, al igual que cuando se corta la luz en lo mejor de una película, aquella nube húmeda y caliente en la que estaba flotando se disolvió pronto, cuando mi viejo entró explosivamente a casa anunciando que la familia ya tenía un miembro más.
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Me costó apenas un par de segundos reponerme de la mezcla de vergüenza y bronca que me dio el estampido del cuerpo del viejo contra el mío. Y en ese ratito, logré decidirme: la iba a seguir. No me hizo falta apurar demasiado el paso para ponerme a unos tres metros detrás de ella, caminaba lento y tuve que frenar para no acercarme demasiado. Sus zapatos hacían un ruidito hueco, y yo seguía el ritmo de esos golpecitos, para acoplarme a su paso y no alcanzarla. Estaba tan concentrado en poner un pie sobre el otro de manera regular que casi no vi el letrero del lugar donde entró. Y cuando lo leí, fue como si me hubieran puesto una valla invisible a la altura del pecho que me aplastó y me paró en seco al mismo tiempo. “Cinema paradiso”, decía.
Empecé a mirar para todos lados como un pelotudo. No quería que nadie me viera entrando ahí y me pegó una paranoia tan repentina como desesperante. Ya había empezado a sudar cuando, luego de una última mirada a las veredas que me rodeaban, entré.
A pesar de que afuera la tarde rozaba las 4, el lugar estaba casi completamente a oscuras, excepto por tres o cuatro veladores con tulipas de vidrio, que pretendían ser retro pero sólo lograban ser deprimentes. Más deprimentes aún eran las “niñas” que animaban el lugar: en una sorprendente estrategia de marketing, el dueño había buscado que todas se parecieran a alguna belleza de la era dorada del cine.
En un sillón de terciopelo verde que parecía el lomo de un perro con sarna, una Rita Hayworth hinchada, con el pelo anaranjado zanahoria, trataba de disimular su cara de empastillada. Más cerca mío, una mina que ya había pasado los 40 hacía al menos 10 años trataba de imitar el look de vampiresa elegante de Marlene Dietrich. El terror que precede al asco comenzó a inundarme la cabeza, hasta que la vi, en la punta más apartada de una precaria barra de madera. Me le acerqué y, al fin, me miró. Casi vomito. La puta madre.
-Son 500
-Vamos
La seguí, sin dejar de mirarle los zapatos, por un corredor angosto hasta la primera de una serie de seis puertas. Entramos. Las cortinas estaban corridas, pero entraba algo de luz de la siesta. De espaldas a mi, comenzó a sacarse el vestido negro. Su silueta, aun carnosa, aun capaz de despertar el niño en un hombre y el hombre en un niño, temblaba delante del sol. En el momento en que su vestido cayó al piso, se dio vuelta y, rodeado por un halo morado, vi el torso. La cicatriz, gruesa como una oruga, le bordeaba las tetas y caía en pico hacia el ombligo. Mi cara de imbécil debió haber sido monumental, porque ella al fin volvió a hablar, como obligada.
-Sí, fue una sobredosis. Nada raro, al final - dijo antes de bajar la persiana y encender la lámpara.
7 de mayo de 2011
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