17 de julio de 2010

Ratas

Todo empezó con una noticia policial. Una mujer de sesenta y pico con el cuerpo helado para siempre por la estricnina. Las primeras preguntas de la policía habían volado directamente hacia su marido, que al parecer quería sacarla del medio para vivir en paz su relación con su nueva amante. Pero la cosa se estancó porque nunca pudieron encontrar pruebas en contra del viudo. Ni siquiera había estricnina dentro de la casa, lo cual quizás explicaba lo vivas que estaban las cinco ratas que los policías encontraron en el garaje mientras buscaban algo que los guiara en la pesquisa.
Aunque algo raro hubo. Fabricio, el hijo de la muerta, solo definitivamente en la casa, decidió hacer unas reformas, quizás para borrar la nostalgia con cemento fresco y pintura nueva. Cuando derrumbó una pared del living, encontró una antigua cueva de rata repleta de estricnina. Un pequeño y mortal depósito. Inmediatamente, se acordó de Angelita, la hermana de su mamá, que decía que, así como la sal no sala como antes, a las ratas el veneno ya no les hacía nada. Angelita solía agregar que una vez había leído por ahí que, luego de que la humanidad desapareciera, sólo iban a sobrevivir las ratas. Fabricio le decía que estaba equivocada, que las cucarachas eran las que resistían todo, no las ratas. Y Angelita empezaba a hacerse la sorda por conveniencia.
Una semana después de la muerte de su mamá, a Fabricio le llamó la atención el titular que anunciaba, en una página web de noticias, el envenenamiento de varios pupilos de una escuela primaria inglesa, muertos menos de una hora después de haber cenado en el comedor comunitario. Como nota de color (amarillo), el texto deslizaba que uno de los chicos muertos tenía una mascota realmente inusual: una de las tantas ratas que plagaban el viejo edificio donde funcionaba el colegio.
De ahí en adelante, todos los días, Fabricio se levantaba a las 6 con la idea de hacer un chequeo de noticias desde su laptop antes de ir a trabajar. Café en mano, la memoria de su computadora se iba llenando cada vez más con recortes virtuales. Una familia en Alemania. Varios soldados en Rusia. El elenco entero de una comedia yanqui. Absolutamente todos los habitantes de una pequeña aldea argelina. Sacerdotes, empresarios, bebés, putas. Todos asfixiados por la mano de la estricnina. ¿Las ratas? Era difícil comprobar su efectiva presencia, pero bueno… las ratas están en todas partes.
Un sábado, luego de que bajaran los efectos narcóticos de la mini luna de miel con su novia, y de la mano de la culpa, el padre de Fabricio decidió visitarlo y, por supuesto, lo encontró sentado enfrente de la computadora. La visita, que no pasó de la media hora, tuvo al muchacho echándole miradas breves a la pantalla cada cinco minutos y a su papá haciendo lo mismo con el reloj cada diez. La voz de su nueva mujer en el celular, avisándole que las milanesas del almuerzo ya estaban friéndose, le dio a él y a su hijo suspiros de alivio a dúo.
Fabricio decidió entrar en acción una semana después. Gastó tres cartuchos de tinta imprimiendo todas las pruebas que había conseguido y decidió comenzar a hacer rodar su plan. Un canal de cable fue su primera parada y, apenas llegó y contó qué lo había llevado a golpear la puerta, una productora apareció para llevarlo casi a los empujones a una sala de maquillaje. Cinco minutos después, estaba explicando su caso al aire, frente a la mirada de una conductora rubia que le preguntó cuánto faltaba para el fin del mundo y si quería que su historia llegara al cine.
Salió casi corriendo del canal, pensando en bañarse para sacarse el pegote de transpiración que le había nacido con las luces del estudio y en cómo encarar su visita a la Casa Rosada. Pero ni siquiera pudo entrar a su casa; en la puerta lo esperaban dos doctores y su papá, que se secaba el sudor con un pañuelo gris. Mirándolo, Fabricio pensó que quizás no era el único al que le vendría bien una ducha.

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“Hoy hace exactamente tres meses que entré acá. Hace dos días empezó… los dos de la habitación de al lado tuvieron un ataque de vómitos y convulsiones a las cinco de la mañana. Los llevaron al hospital, pero no se pudo hacer nada. Y ayer le tocó a tres enfermeras y a uno de los médicos. Y yo… yo las puedo sentir golpeando en las paredes de atrás de mi cama y esta mañana juro que alcancé a ver la sombra de una que se metía por debajo de la puerta de la cocina. Y no puedo dejar de soñar con la tía Angelita. La sal ya no sala como antes, Fabri. ¿Viste?