Was tust du
Was fühlst du
Was bist du
doch nur ein tier
(Rammstein – Tier)
Was bist du
doch nur ein tier
(Rammstein – Tier)
Él se levantó y se fue. Yo no me moví. Quedé acostada boca abajo, los labios salados, el cuerpo hundido en la relajación del trauma, interrumpida por vaivenes temblorosos. Me quedé así un rato, con el oído atento, esperando que no volviera. Nunca volvía, pero bueno… ya no podía estar muy segura de nada. Nunca.
Hacía calor, muchísimo. Mi pecho se pegaba a las sábanas, el aire transportaba una tenue putrefacción (¿o sería yo la que exhalaba una muerte gradual?). La electricidad se cortó y, con ella, el giro del ventilador. El aire se convirtió en un pantano.
De repente, a lo lejos, sonó un rugido tan débil como extraño. Parecía el llamado de millones de gargantas incorpóreas, ectoplasmáticas. Cuando el ruido llegó al patio, chocó contra las hojas del fresno haciéndolas estallar en ráfagas frescas. Poco a poco, el aire nuevo comenzó a lavar al viejo y con mi cabeza girada hacia la ventana, aún sin cambiar de posición, respiré aquel olor a clorofila recién rota que siempre acompaña a las tormentas que nacen.
Y entre el aroma, los chasquidos de las hojas y el aire revolucionado, los vi. Aunque no sé si sería del todo acertado decir eso… no tenían forma, sólo movimiento. Borrones oscuros que cruzaban el patio de un lado para el otro, tan rápido que no alcanzaba a seguirlos con el movimiento de mis ojos. El terror, al fin, fue lo único que logró hacerme mover, aunque sólo para aplastar mi cuerpo aún más contra el colchón y apretar bien fuerte los párpados. Así me quedé, hasta que me terminé durmiendo.
Volvió a pasar, varias veces. Siempre en las noches de tormenta y después de que él se iba. Yo trataba de cerrar los ojos lo más que podía, pero casi que los veía pasar a través de la piel de mis párpados. Sin hacer ruido, sin forma, sin rostro.
Hasta que un día decidí hacer algo… tenía que hacer algo. Sabía que en algún lado de su dormitorio, mi hermano escondía un rifle de aire comprimido que disparaba pequeños balines de goma. Se lo había regalado nuestro abuelo, y yo siempre recordaba cómo, el día en que se lo dio (en un acto que casi pareció la iniciación a una logia masónica), le advirtió que tuviera cuidado. “Si pegás donde hay que pegar, pueden matar”. Eso dijo.
Una tarde que mi hermano no estaba en casa, revolví su habitación y, al fin, encontré el rifle en un rincón del placard, que fue rápidamente sustituido por un lugar entre las telarañas de debajo de mi cama. Esperé hasta una noche sofocante, como aquella, la primera. Luego, esperé que él se fuera y, con su desaparición, le diera la señal al viento para comenzar a soplar y a las sombras para agitarse. Y apenas lo hicieron, busqué el rifle, asomé el caño por la ventana (no sin que antes se me resbalara el gatillo un par de veces entre los dedos) y recordé las palabras de mi abuelo.
Traté de pegar donde había que pegar.
Al otro día me despertaron los gritos de ella. Él se había muerto mientras dormía. Algo del corazón… o al menos eso es lo que me dijeron. Tampoco es que presté demasiada atención. Ni ahí ni en el velorio, donde un par de señoras de parentesco indefinido no dejaban de dedicarme
miradas acosadoras bañadas en pena plástica y barata mezclada con una pizca de asco causada por mis ojos completamente secos. Por suerte, nadie más me molestó por eso. Ella estaba demasiado ocupada en el protagonismo pasajero que le traía como regalo la viudez. Y mi hermano, que se había sentado solo en un rincón de la sala velatoria, nunca me había prestado demasiada atención y las cosas no tenían por qué cambiar ahora.
Esa noche, cuando volvimos del crematorio, el calor tenía una violencia que, de verdad, jamás había sentido. Parecía que algo en la atmósfera estaba a punto de explotar hacia adentro. Me acosté y me puse a pensar como sería eso… que el aire implotara en una bola silenciosa de llamas azules. El hecho de que la coherencia abandone mis pensamientos suele señalar el comienzo del camino hacia el sueño y esta vez no fue la excepción: los párpados se me estaban cerrando. Y fue entonces cuando vi que las cortinas comenzaban a agitarse y sentí, a lo lejos, el zumbido.
Pero esta vez ya no había nada que ver detrás del vidrio. Ya no.