La ira es un regalo. Un regalo muy útil. Quizás diga esto desde mi asumido fatalismo o desde un desconocido realismo, pero la ira probablemente sea el sentimiento más útil y poderoso que camina por este planeta.
La ira es un regalo. Porque puede borrar hasta el amor más pretendidamente incontaminado, tan violenta y efectivamente como un estallido nuclear puede dejar solo suelo yermo y cenizas ásperas donde antes florecían rosas y retozaban niños. Sólo basta con que el amor sea negado, escarnecido, manchado con el negro tizne de la mentira o de cualquier otra infamia. Solo basta eso para que la ira dirija su infalible mira hacia el una vez adorado objetivo y lo vaporice. No va a destruirlo materialmente (aunque muchas veces así se lo desee), pero va a extraerlo para siempre de nuestra enfebrecida mente. Entonces, nuestra memoria agradecerá no tener que soportar más aquellos insidiosos y detestables recuerdos que incluían paseos de la mano por prados verdes que no conocían el otoño, películas horribles embellecidas por la compañía de la ya ausente pareja, y etcéteras ahora desplazadas por imágenes de oscurísimos augurios dirigidos hacia el futuro del antiguo objeto de afecto y, por qué no, al de sus posibles futuras parejas.
La ira es un regalo. Porque es probable que llegue el día en que miremos a nuestro alrededor y descubramos de repente que solo nos rodean paredes grises. Los mismos muros helados que nos acechan en nuestro interior, cansados de contemplar como despojamos a aquella habitación de los tesoros mas preciados para ofrecerlos convencidos a personas que nunca mas los devolverán. Es en ese momento cuando descubrimos, agazapada en algún rincón, a la ira. Y es entonces cuando nos apoyamos en su hombro para seguir caminando, convertidos casi en sombras de lo que supimos ser, pero todavía vivos, todavía respirando gracias a ella y solo a ella.
La ira es un regalo. Algunos dicen que es peligrosa, porque es más frágil que la copa de cristal mas fino: si llegara a romperse sus pedazos volarían muy lejos, como impulsados por una explosión. Entonces las heridas se repartirían entre los que queríamos de verdad ver sangrar por cortesía de las afiladas esquirlas, y los que ocasionalmente pasaban por allí y abrieron los ojos con sorpresa ante el agudo dolor del vidrio incrustándose en su piel inocente (o no tanto).
Pero las almas heridas no conocen de advertencias. Porque a veces deseamos con todas nuestras fuerzas que la ira se nos brinde a manos llenas, y sin embargo ella parece escasear tanto como el agua en el desierto. Parece burlarse de nuestra sed, mostrarse casi al alcance de la mano para luego desaparecer, como un cínico espejismo. Por eso no podemos despreciarla cuando aparece como un providencial río que viene a saciar nuestra garganta. La bebemos a tragos desesperados, dejamos que su enloquecido torrente derribe todos los diques, desborde todos los cauces, y arrase con todos los puentes. Entonces recostamos nuestra cabeza en el pasto y al fin podemos descansar tranquilos, con los oídos llenos del ansiado estruendo de las aguas que galopan libres.
(Escrito en algún momento del año 2003)