¿Por qué nunca me despertás cuando venís acá? Una vez me dijiste que hacer eso sería una traición a tus “modos furtivos” (sic), pero no te creo. Si, ya sé que dedicarte actos de confianza no es mi especialidad, pero ahora menos que menos (siempre dudé de la validez sintáctica de esa expresión –¿hay algo que se le pueda quitar al “menos” para que sea “más menos”, o sea “menos que menos”?–, pero éste no es el momento adecuado de discutirla).
NO TE CREO porque los actos, los rituales, se desgañitan y luego tosen chorros de tinta negra sobre las palabras susurradas: sé que todos, siempre, sin duda y sin falta, son notificados de tus apariciones. Todos excepto yo, claro está.
A menos que el encanto resida en verme dormida. En observar mi rostro relajado, robado de esos gestos ampulosos que lo retuercen hasta el punto de la caricatura. En sentir la seguridad reconfortante de que no puedo hablar y, por ende, no puedo lastimarte o avergonzarte. Es lo más cercano a verme muerta, envuelta en una mortaja provisoria, estampada con flores enormes y celestes.
Después de levantarme fui hasta la cocina. Arriba de la mesada de mármol había migas de pan y un cuchillo con el filo apenas orlado de sangre. Te cortaste un dedo y no dijiste nada, mirá que sos boludo. Sabías que yo iba a rodearte la herida con metros de gasa y a atiborrarte de antibióticos para matar bichos que sólo existen en mi cabeza.
Y fue ahí cuando mi error se convirtió en yunque y me aplastó. En medio de la semi-inconsciencia, supe que nuestras heridas (las tuyas, las mías, las de todos ellos), palpitan y crepitan en amores/dolores que no se cierran, que emiten corrientes eléctricas alternas que nos desfibrilan cuando el cuore pone el freno. Y vivir adentro de esas muertes que nos alimentan, aprender a caminar ese pasillo estrecho tapizado de púas, es el sello en el pasaje de ida hacia el paraguas de piel cálida donde todo, al fin, desaparece.
Así que, la próxima vez, despertame. Ya sé que hacer.