Teddy no se asomaba por el ojo de buey abierto ni tanto ni tan peligrosamente como suelen asomarse los niños por los ojos de buey abiertos; en realidad, apoyaba ambos pies de plano sobre la superficie de la maleta, pero tampoco puede decirse que se asomara apenas: su cabeza estaba más fuera de la cabina que dentro. Sin embargo, estaba perfectamente al alcance de la voz de su padre... sobre todo tratándose de su voz. El señor McArdle hacía papeles estelares en nada menos que tres radionovelas en Nueva York, y tenía lo que podía calificarse como la voz radiofónica de una primera figura de tercera clase: de una profundidad y resonancia narcisistas, preparada funcionalmente para hacer sentir su superioridad sobre cualquier otra persona que se encontrara en las cercanías, aunque esa persona fuera un nuño. Cuando la voz estaba de vacaciones, oscilaba entre su amor por el pleno volumen y una mezcla teatral de quietud y calma. En ese momento, el volumen era lo que imperaba.
–¡Teddy, diablos! ¿Me escuchas?
Teddy giró la cintura, sin cambiar la posición vigilante de sus pies sobre la maleta, y dirigió a su padre una mirada inquisitiva, franca y pura. Sus ojos, de un color castaño pálido, no muy grandes, eran levemente bizcos, el izquierdo más que el derecho. No eran tan estrábicos como para desfigurarlo, ni siquiera para llamar la atención a primera vista. Eran sólo lo bastante bizcos como para mencionarlo, y sólo en relación con el hecho de que uno tenía que pensarlo larga y seriamente antes de desear que fueran más derechos, o más profundos, o más oscuros o más separados. Su cara, tal cual era, transmitía la sensación, aunque oblicua y lenta, de la verdadera belleza.
–Quiero que te bajes de esa maleta ahora mismo. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga? –dijo el señor McArdle.
–Quédate exactamente donde estás, querido –dijo la señora McArdle, que evidentemente tenía problemas con su sinusitis por la mañana temprano. Tenía los ojos abiertos, pero a duras penas –No te muevas ni un centímetro –Se hallaba tendida sobre el costado derecho, con la cara vuelta hacia la izquierda, mirando a Teddy y al ojo de buey, y la espalda hacia su marido. La sábana de arriba tapaba por completo su cuerpo probablemente desnudo, cubriéndole brazos y todo lo demás, hasta el mentón– Salta para arriba y para abajo –dijo, cerrando los ojos– Aplasta la maleta de papá.
–Es algo muy brillante lo que acabas de decir –dijo el señor McArdle con una calma que quería ser firme– Pagué veintidós libras por una maleta, y le pido de bue modo al chico que no suba en ella, y tú le dices que salte encima. ¿De qué se trata? ¿Es un chiste?
–Si esa maleta no puede aguantar el peso de un chico de diez años, que tiene seis kilos menos de lo que debe pesar por su edad, no quiero esa maleta en mi camarote –dijo la señora McArdle sin abrir los ojos.
–¿Sabes lo que me gustaría hacer? –dijo el señor McArdle– Partirte la cabeza de un puntapié.
–¿Por qué no lo haces?
El señor McArdle se incorporó bruscamente sobre un codo y apagó la colilla en el vidrio de la mesita de noche.
–Uno de estos días... –empezó a decir con todo intimidatorio.
–Uno de estos días te va a dar un ataque al corazón y va a ser trágico, muy trágico –dijo la señora McArdle, gastando un mínimo de energía. Sin sacar los brazos de debajo de la sábana, se envolvió aun más en ésta– Habrá un sepelio discreto y de buen gusto, y todos preguntarán quién es esa atractiva mujer vestida de rojo sentada en la primera fila, coqueteando con el organista y haciendo un endiablado...
–Eres tan asquerosamente chistosa que ni siquiera resulta chistoso –dijo el señor McArdle, cayendo otra vez de espaldas, inerte.
23 de febrero de 2008
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