Latidos en la espalda.
La milésima parte de una gota que descansa
entre los dientes de alguien que no conozco
En ese lugar (sé muy bien dónde)
germina un nido, siento su humedad
ondeando entre las luces celestiales
Mientras, vigilo las escalinatas del museo,
y llueven
cataratas liliputienses
que duermen su brillo opaco
sobre el metal del fusil.
23 de enero de 2012
7 de mayo de 2011
Cinema paradiso
Detesto cuando el encendedor se encapricha y no quiere convertir la chispa en llama. Nunca supe qué carajo es lo que falla en esos momentos, si la piedra pierde aspereza y debilita ese fueguito inicial o si el gas no sale como debería. Lo cierto es que me da por las pelotas que pase eso. Y más cuando voy caminando en la calle y quedo como un boludo dándole vueltas a la ruedita con el dedo una y otra vez mientras camino torciendo el cuello hacia abajo como una paloma con retraso mental.
Y no es que esa vez haya odiado menos la terquedad de mi encendedor, pero si no hubiera pasado, no habría visto esos zapatos. Y tampoco a ella, obviamente. Eran zapatos de vieja, pero no eran viejos. De hecho, brillaban como recién comprados y parecían de cuero caro. Y a pesar de que se veían como los que mi abuela usaba cuando era joven, los pies que cubrían eran lisos y tersos. Ese contraste me provocó una frenada instintiva, justo en medio de una nueva chispa abortada.
Ella pasaba a mi lado caminando rápido, y cuando recién logré levantar la cabeza, no pude alcanzar a ver ni un solo centímetro de su cara. Sólo su pelo, una melena rubia casi blanca, y un tapado hecho con alguna clase de animal marrón, peludo y brillante.
Me quedé parado un buen rato, mirando por sobre mi hombro. Si eso de andar fallando sucesivamente en prender mi cigarrillo me había hecho ver como un idiota, ahora esa apariencia se cuadruplicó. Más aún cuando un viejo que caminaba muy rápido me llevó puesto y me dedicó una mirada de puro odio.
----------
La primera vez que escuché hablar de ella fue por boca de una amiga de mi abuela. En la noche en que nació mi hermano, a mi vieja le agarró una especie de psicosis momentánea y, en vez de requerir la presencia de mi viejo, pidió a gritos por su mamá. Así que mi abuela tuvo que subir a un taxi y partir hacia la clínica, dejándome al cuidado de Marta y abandonando a la mitad un partido de truco.
No sé si habrá sido por nervios, para llenar el silencio o porque ya de chiquito me vio cara de pajero, pero Marta comenzó a hablarme de ella. De la diosa rubia que era venerada en altares de butacas mullidas, entre crujidos de pochoclo y caramelos. De esas curvas que izaban pijas por doquier. De esos labios que cantaban mal y transmitían emociones peor, pero que inspiraban vuelos salvajes de la imaginación. Como el que yo emprendí en ese mismo momento, montado en las palabras de Marta. Pero, al igual que cuando se corta la luz en lo mejor de una película, aquella nube húmeda y caliente en la que estaba flotando se disolvió pronto, cuando mi viejo entró explosivamente a casa anunciando que la familia ya tenía un miembro más.
----------
Me costó apenas un par de segundos reponerme de la mezcla de vergüenza y bronca que me dio el estampido del cuerpo del viejo contra el mío. Y en ese ratito, logré decidirme: la iba a seguir. No me hizo falta apurar demasiado el paso para ponerme a unos tres metros detrás de ella, caminaba lento y tuve que frenar para no acercarme demasiado. Sus zapatos hacían un ruidito hueco, y yo seguía el ritmo de esos golpecitos, para acoplarme a su paso y no alcanzarla. Estaba tan concentrado en poner un pie sobre el otro de manera regular que casi no vi el letrero del lugar donde entró. Y cuando lo leí, fue como si me hubieran puesto una valla invisible a la altura del pecho que me aplastó y me paró en seco al mismo tiempo. “Cinema paradiso”, decía.
Empecé a mirar para todos lados como un pelotudo. No quería que nadie me viera entrando ahí y me pegó una paranoia tan repentina como desesperante. Ya había empezado a sudar cuando, luego de una última mirada a las veredas que me rodeaban, entré.
A pesar de que afuera la tarde rozaba las 4, el lugar estaba casi completamente a oscuras, excepto por tres o cuatro veladores con tulipas de vidrio, que pretendían ser retro pero sólo lograban ser deprimentes. Más deprimentes aún eran las “niñas” que animaban el lugar: en una sorprendente estrategia de marketing, el dueño había buscado que todas se parecieran a alguna belleza de la era dorada del cine.
En un sillón de terciopelo verde que parecía el lomo de un perro con sarna, una Rita Hayworth hinchada, con el pelo anaranjado zanahoria, trataba de disimular su cara de empastillada. Más cerca mío, una mina que ya había pasado los 40 hacía al menos 10 años trataba de imitar el look de vampiresa elegante de Marlene Dietrich. El terror que precede al asco comenzó a inundarme la cabeza, hasta que la vi, en la punta más apartada de una precaria barra de madera. Me le acerqué y, al fin, me miró. Casi vomito. La puta madre.
-Son 500
-Vamos
La seguí, sin dejar de mirarle los zapatos, por un corredor angosto hasta la primera de una serie de seis puertas. Entramos. Las cortinas estaban corridas, pero entraba algo de luz de la siesta. De espaldas a mi, comenzó a sacarse el vestido negro. Su silueta, aun carnosa, aun capaz de despertar el niño en un hombre y el hombre en un niño, temblaba delante del sol. En el momento en que su vestido cayó al piso, se dio vuelta y, rodeado por un halo morado, vi el torso. La cicatriz, gruesa como una oruga, le bordeaba las tetas y caía en pico hacia el ombligo. Mi cara de imbécil debió haber sido monumental, porque ella al fin volvió a hablar, como obligada.
-Sí, fue una sobredosis. Nada raro, al final - dijo antes de bajar la persiana y encender la lámpara.
Y no es que esa vez haya odiado menos la terquedad de mi encendedor, pero si no hubiera pasado, no habría visto esos zapatos. Y tampoco a ella, obviamente. Eran zapatos de vieja, pero no eran viejos. De hecho, brillaban como recién comprados y parecían de cuero caro. Y a pesar de que se veían como los que mi abuela usaba cuando era joven, los pies que cubrían eran lisos y tersos. Ese contraste me provocó una frenada instintiva, justo en medio de una nueva chispa abortada.
Ella pasaba a mi lado caminando rápido, y cuando recién logré levantar la cabeza, no pude alcanzar a ver ni un solo centímetro de su cara. Sólo su pelo, una melena rubia casi blanca, y un tapado hecho con alguna clase de animal marrón, peludo y brillante.
Me quedé parado un buen rato, mirando por sobre mi hombro. Si eso de andar fallando sucesivamente en prender mi cigarrillo me había hecho ver como un idiota, ahora esa apariencia se cuadruplicó. Más aún cuando un viejo que caminaba muy rápido me llevó puesto y me dedicó una mirada de puro odio.
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La primera vez que escuché hablar de ella fue por boca de una amiga de mi abuela. En la noche en que nació mi hermano, a mi vieja le agarró una especie de psicosis momentánea y, en vez de requerir la presencia de mi viejo, pidió a gritos por su mamá. Así que mi abuela tuvo que subir a un taxi y partir hacia la clínica, dejándome al cuidado de Marta y abandonando a la mitad un partido de truco.
No sé si habrá sido por nervios, para llenar el silencio o porque ya de chiquito me vio cara de pajero, pero Marta comenzó a hablarme de ella. De la diosa rubia que era venerada en altares de butacas mullidas, entre crujidos de pochoclo y caramelos. De esas curvas que izaban pijas por doquier. De esos labios que cantaban mal y transmitían emociones peor, pero que inspiraban vuelos salvajes de la imaginación. Como el que yo emprendí en ese mismo momento, montado en las palabras de Marta. Pero, al igual que cuando se corta la luz en lo mejor de una película, aquella nube húmeda y caliente en la que estaba flotando se disolvió pronto, cuando mi viejo entró explosivamente a casa anunciando que la familia ya tenía un miembro más.
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Me costó apenas un par de segundos reponerme de la mezcla de vergüenza y bronca que me dio el estampido del cuerpo del viejo contra el mío. Y en ese ratito, logré decidirme: la iba a seguir. No me hizo falta apurar demasiado el paso para ponerme a unos tres metros detrás de ella, caminaba lento y tuve que frenar para no acercarme demasiado. Sus zapatos hacían un ruidito hueco, y yo seguía el ritmo de esos golpecitos, para acoplarme a su paso y no alcanzarla. Estaba tan concentrado en poner un pie sobre el otro de manera regular que casi no vi el letrero del lugar donde entró. Y cuando lo leí, fue como si me hubieran puesto una valla invisible a la altura del pecho que me aplastó y me paró en seco al mismo tiempo. “Cinema paradiso”, decía.
Empecé a mirar para todos lados como un pelotudo. No quería que nadie me viera entrando ahí y me pegó una paranoia tan repentina como desesperante. Ya había empezado a sudar cuando, luego de una última mirada a las veredas que me rodeaban, entré.
A pesar de que afuera la tarde rozaba las 4, el lugar estaba casi completamente a oscuras, excepto por tres o cuatro veladores con tulipas de vidrio, que pretendían ser retro pero sólo lograban ser deprimentes. Más deprimentes aún eran las “niñas” que animaban el lugar: en una sorprendente estrategia de marketing, el dueño había buscado que todas se parecieran a alguna belleza de la era dorada del cine.
En un sillón de terciopelo verde que parecía el lomo de un perro con sarna, una Rita Hayworth hinchada, con el pelo anaranjado zanahoria, trataba de disimular su cara de empastillada. Más cerca mío, una mina que ya había pasado los 40 hacía al menos 10 años trataba de imitar el look de vampiresa elegante de Marlene Dietrich. El terror que precede al asco comenzó a inundarme la cabeza, hasta que la vi, en la punta más apartada de una precaria barra de madera. Me le acerqué y, al fin, me miró. Casi vomito. La puta madre.
-Son 500
-Vamos
La seguí, sin dejar de mirarle los zapatos, por un corredor angosto hasta la primera de una serie de seis puertas. Entramos. Las cortinas estaban corridas, pero entraba algo de luz de la siesta. De espaldas a mi, comenzó a sacarse el vestido negro. Su silueta, aun carnosa, aun capaz de despertar el niño en un hombre y el hombre en un niño, temblaba delante del sol. En el momento en que su vestido cayó al piso, se dio vuelta y, rodeado por un halo morado, vi el torso. La cicatriz, gruesa como una oruga, le bordeaba las tetas y caía en pico hacia el ombligo. Mi cara de imbécil debió haber sido monumental, porque ella al fin volvió a hablar, como obligada.
-Sí, fue una sobredosis. Nada raro, al final - dijo antes de bajar la persiana y encender la lámpara.
17 de julio de 2010
Ratas
Todo empezó con una noticia policial. Una mujer de sesenta y pico con el cuerpo helado para siempre por la estricnina. Las primeras preguntas de la policía habían volado directamente hacia su marido, que al parecer quería sacarla del medio para vivir en paz su relación con su nueva amante. Pero la cosa se estancó porque nunca pudieron encontrar pruebas en contra del viudo. Ni siquiera había estricnina dentro de la casa, lo cual quizás explicaba lo vivas que estaban las cinco ratas que los policías encontraron en el garaje mientras buscaban algo que los guiara en la pesquisa.
Aunque algo raro hubo. Fabricio, el hijo de la muerta, solo definitivamente en la casa, decidió hacer unas reformas, quizás para borrar la nostalgia con cemento fresco y pintura nueva. Cuando derrumbó una pared del living, encontró una antigua cueva de rata repleta de estricnina. Un pequeño y mortal depósito. Inmediatamente, se acordó de Angelita, la hermana de su mamá, que decía que, así como la sal no sala como antes, a las ratas el veneno ya no les hacía nada. Angelita solía agregar que una vez había leído por ahí que, luego de que la humanidad desapareciera, sólo iban a sobrevivir las ratas. Fabricio le decía que estaba equivocada, que las cucarachas eran las que resistían todo, no las ratas. Y Angelita empezaba a hacerse la sorda por conveniencia.
Una semana después de la muerte de su mamá, a Fabricio le llamó la atención el titular que anunciaba, en una página web de noticias, el envenenamiento de varios pupilos de una escuela primaria inglesa, muertos menos de una hora después de haber cenado en el comedor comunitario. Como nota de color (amarillo), el texto deslizaba que uno de los chicos muertos tenía una mascota realmente inusual: una de las tantas ratas que plagaban el viejo edificio donde funcionaba el colegio.
De ahí en adelante, todos los días, Fabricio se levantaba a las 6 con la idea de hacer un chequeo de noticias desde su laptop antes de ir a trabajar. Café en mano, la memoria de su computadora se iba llenando cada vez más con recortes virtuales. Una familia en Alemania. Varios soldados en Rusia. El elenco entero de una comedia yanqui. Absolutamente todos los habitantes de una pequeña aldea argelina. Sacerdotes, empresarios, bebés, putas. Todos asfixiados por la mano de la estricnina. ¿Las ratas? Era difícil comprobar su efectiva presencia, pero bueno… las ratas están en todas partes.
Un sábado, luego de que bajaran los efectos narcóticos de la mini luna de miel con su novia, y de la mano de la culpa, el padre de Fabricio decidió visitarlo y, por supuesto, lo encontró sentado enfrente de la computadora. La visita, que no pasó de la media hora, tuvo al muchacho echándole miradas breves a la pantalla cada cinco minutos y a su papá haciendo lo mismo con el reloj cada diez. La voz de su nueva mujer en el celular, avisándole que las milanesas del almuerzo ya estaban friéndose, le dio a él y a su hijo suspiros de alivio a dúo.
Fabricio decidió entrar en acción una semana después. Gastó tres cartuchos de tinta imprimiendo todas las pruebas que había conseguido y decidió comenzar a hacer rodar su plan. Un canal de cable fue su primera parada y, apenas llegó y contó qué lo había llevado a golpear la puerta, una productora apareció para llevarlo casi a los empujones a una sala de maquillaje. Cinco minutos después, estaba explicando su caso al aire, frente a la mirada de una conductora rubia que le preguntó cuánto faltaba para el fin del mundo y si quería que su historia llegara al cine.
Salió casi corriendo del canal, pensando en bañarse para sacarse el pegote de transpiración que le había nacido con las luces del estudio y en cómo encarar su visita a la Casa Rosada. Pero ni siquiera pudo entrar a su casa; en la puerta lo esperaban dos doctores y su papá, que se secaba el sudor con un pañuelo gris. Mirándolo, Fabricio pensó que quizás no era el único al que le vendría bien una ducha.
------------------------
“Hoy hace exactamente tres meses que entré acá. Hace dos días empezó… los dos de la habitación de al lado tuvieron un ataque de vómitos y convulsiones a las cinco de la mañana. Los llevaron al hospital, pero no se pudo hacer nada. Y ayer le tocó a tres enfermeras y a uno de los médicos. Y yo… yo las puedo sentir golpeando en las paredes de atrás de mi cama y esta mañana juro que alcancé a ver la sombra de una que se metía por debajo de la puerta de la cocina. Y no puedo dejar de soñar con la tía Angelita. La sal ya no sala como antes, Fabri. ¿Viste?”
Aunque algo raro hubo. Fabricio, el hijo de la muerta, solo definitivamente en la casa, decidió hacer unas reformas, quizás para borrar la nostalgia con cemento fresco y pintura nueva. Cuando derrumbó una pared del living, encontró una antigua cueva de rata repleta de estricnina. Un pequeño y mortal depósito. Inmediatamente, se acordó de Angelita, la hermana de su mamá, que decía que, así como la sal no sala como antes, a las ratas el veneno ya no les hacía nada. Angelita solía agregar que una vez había leído por ahí que, luego de que la humanidad desapareciera, sólo iban a sobrevivir las ratas. Fabricio le decía que estaba equivocada, que las cucarachas eran las que resistían todo, no las ratas. Y Angelita empezaba a hacerse la sorda por conveniencia.
Una semana después de la muerte de su mamá, a Fabricio le llamó la atención el titular que anunciaba, en una página web de noticias, el envenenamiento de varios pupilos de una escuela primaria inglesa, muertos menos de una hora después de haber cenado en el comedor comunitario. Como nota de color (amarillo), el texto deslizaba que uno de los chicos muertos tenía una mascota realmente inusual: una de las tantas ratas que plagaban el viejo edificio donde funcionaba el colegio.
De ahí en adelante, todos los días, Fabricio se levantaba a las 6 con la idea de hacer un chequeo de noticias desde su laptop antes de ir a trabajar. Café en mano, la memoria de su computadora se iba llenando cada vez más con recortes virtuales. Una familia en Alemania. Varios soldados en Rusia. El elenco entero de una comedia yanqui. Absolutamente todos los habitantes de una pequeña aldea argelina. Sacerdotes, empresarios, bebés, putas. Todos asfixiados por la mano de la estricnina. ¿Las ratas? Era difícil comprobar su efectiva presencia, pero bueno… las ratas están en todas partes.
Un sábado, luego de que bajaran los efectos narcóticos de la mini luna de miel con su novia, y de la mano de la culpa, el padre de Fabricio decidió visitarlo y, por supuesto, lo encontró sentado enfrente de la computadora. La visita, que no pasó de la media hora, tuvo al muchacho echándole miradas breves a la pantalla cada cinco minutos y a su papá haciendo lo mismo con el reloj cada diez. La voz de su nueva mujer en el celular, avisándole que las milanesas del almuerzo ya estaban friéndose, le dio a él y a su hijo suspiros de alivio a dúo.
Fabricio decidió entrar en acción una semana después. Gastó tres cartuchos de tinta imprimiendo todas las pruebas que había conseguido y decidió comenzar a hacer rodar su plan. Un canal de cable fue su primera parada y, apenas llegó y contó qué lo había llevado a golpear la puerta, una productora apareció para llevarlo casi a los empujones a una sala de maquillaje. Cinco minutos después, estaba explicando su caso al aire, frente a la mirada de una conductora rubia que le preguntó cuánto faltaba para el fin del mundo y si quería que su historia llegara al cine.
Salió casi corriendo del canal, pensando en bañarse para sacarse el pegote de transpiración que le había nacido con las luces del estudio y en cómo encarar su visita a la Casa Rosada. Pero ni siquiera pudo entrar a su casa; en la puerta lo esperaban dos doctores y su papá, que se secaba el sudor con un pañuelo gris. Mirándolo, Fabricio pensó que quizás no era el único al que le vendría bien una ducha.
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“Hoy hace exactamente tres meses que entré acá. Hace dos días empezó… los dos de la habitación de al lado tuvieron un ataque de vómitos y convulsiones a las cinco de la mañana. Los llevaron al hospital, pero no se pudo hacer nada. Y ayer le tocó a tres enfermeras y a uno de los médicos. Y yo… yo las puedo sentir golpeando en las paredes de atrás de mi cama y esta mañana juro que alcancé a ver la sombra de una que se metía por debajo de la puerta de la cocina. Y no puedo dejar de soñar con la tía Angelita. La sal ya no sala como antes, Fabri. ¿Viste?”
25 de mayo de 2010
Chanoyu
No sabés nadar
pero de todas formas metés un pie en en la taza
y las olas te muerden hasta el muslo
“Tomate un tecito”, me dicen
miren donde estoy, pelotudos
miren adonde me llevó tanto té
negrorojoverde
agua, después de todo
Los tornados también pueden ser pequeños
plegarse en un origami invisible
para atacar el líquido entre paredes de laca
Y yo no te voy a salvar
pero está bien
vos tampoco me salvarías a mí.
pero de todas formas metés un pie en en la taza
y las olas te muerden hasta el muslo
“Tomate un tecito”, me dicen
miren donde estoy, pelotudos
miren adonde me llevó tanto té
negrorojoverde
agua, después de todo
Los tornados también pueden ser pequeños
plegarse en un origami invisible
para atacar el líquido entre paredes de laca
Y yo no te voy a salvar
pero está bien
vos tampoco me salvarías a mí.
10 de abril de 2010
Stolz der Nation
No hay reyes ni reinas. Pero sí iglúes que intento disfrazar como palacios. El hielo... en el hielo me veo. Y no hay reyes ni reinas. Hermosa, sentada en un trono de pieles de lobo. Todos te tenían miedo. Nunca lo creíste y acá estás, mientras los visitantes entran de a uno para maquillarte el rostro con nieve.
Hay huellas que vienen del norte. Desde el lugar en el que aterricé hace ya miles de años. Pero ya no puedo seguirlas, siempre que trato de salir, la noche me extravía, me deglute. Reyes. Reinas. Yo... soy sólo un animal.
Hay huellas que vienen del norte. Desde el lugar en el que aterricé hace ya miles de años. Pero ya no puedo seguirlas, siempre que trato de salir, la noche me extravía, me deglute. Reyes. Reinas. Yo... soy sólo un animal.
27 de marzo de 2010
Helena Petrovna
Ella decía que podía separar el agua del azúcar
en una taza de té muy dulce
Pero que sólo podía hacerlo
cuando nadie estaba mirando
Un día me puse a espiarla
por un agujerito de su ventana
rota
Y era cierto
en una taza de té muy dulce
Pero que sólo podía hacerlo
cuando nadie estaba mirando
Un día me puse a espiarla
por un agujerito de su ventana
rota
Y era cierto
10 de febrero de 2010
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